Dos mujeres probablemente, sin ellas quererlo, forman parte del recuerdo de
los días pasados en Trieste. Con la primera estuvimos en la tarde de nuestra
llegada. Callejeando por una calle cercana al hotel nos dimos de bruces con una
pequeña tienda, cuyo escaparate y lo que dejaba entrever al fondo de la misma
era un "totum revolutum" de objetos. Por encima de todo ello, en un
pequeño altillo se divisaba el rostro de una mujer que sentada delante de una
mesa oteaba, cual "farista", su pequeño universo con una
limpia y amplia sonrisa.
Nuestra
curiosidad, estimulada por aquel desorden ordenado y por la mirada atenta y
receptiva de aquella mujer, gobernanta de aquél maremágnum, quedó satisfecha al
traspasar la puerta de entrada. Marcos, muchos marcos, de maderas añosas, fotos
antiguas, mecedoras, piedras de río, dibujos, acuarelas, carteles, algún cuadro interesante, libros de arte, objetos de todo
tipo. No obstante, todo ello desprendía un cierto perfume personal, como si
formara parte del entorno más cercano de aquella mujer que seguía observándonos
atentamente. Fue un momento mágico, justo ese instante en el que sin ningún
artilugio se estableció una corriente distinta de la puramente mercantil. Ella
no pretendía vender, sino explicarnos la relación, íntima y cercana, que
mantenía con aquellos objetos. Nos contaba su historia, la particular de cada
uno de ellos, con la esperanza de que el comprador, supuesto que se decidiera,
siempre pudiera participar de una relación con él mismo, similar , al menos, a
la que ella había mantenido hasta entonces
Le preguntamos sobre algunos de los cuadros. En
ese momento, suspiró, su cara esbozó una sonrisa limpia y, a la vez, profunda.
Aquellos cuadros los había pintado su padre, del cual nos enseñó algún libro publicado sobre su obra.
Parece ser que tuvo reconocimiento en la sociedad triestina durante buena parte
de la postguerra. Su pintura, por lo que pudimos ver, transmitía sensibilidad y
buen hacer.
Nuestra visita,
inesperada, supongo que para ella, fue grata, hasta el punto de que nuestra
despedida podía perfectamente no haber sido para siempre.
La otra mujer de
Trieste, fue la recepcionista del hotel en el que nos alojamos. Mujer atenta y culta, amante de su ciudad y
de todo el entorno adriático. Nos dio sus impresiones sobre las ciudades cercanas, eslovenas y croatas,
los castillo de Miramare y de Duino, en donde Rilke escribió "Sus elegías". Incluso, al decirle
que teníamos intención de ir a Fiume, italiana en su momento, ahora croata, con
el nombre de Rijeka, ciudad hermana de Trieste, nos recomendó que no
acercaramos a Hum, un pequeño pueblo de la zona de Istria en Croacia norte, que
fue uno de los centros más importantes de la cultura glagolítica y ahora se
precia de ser, con sus 17 habitantes, la Ciudad más pequeña del mundo.
Siempre, cada
mañana nos preguntaba sobre nuestras excursiones - Liubiana, Fiume, Castillo de
Miramare, Hum - y siempre recibíamos de ella algún comentario acertado. El día
de nuestra partida, como no podía ser menos, nos despedimos de otra amiga más
de Trieste.
Salud para ambas.
Siempre las tendré en la memoria.
Escrito por mi
padre. Mi confidente, amigo, padre, mentor que siempre me da la mano para
avanzar en este camino llamado vida.