Siempre he pensado que son muchas las imágenes y sonidos que hacen que un recuerdo sea completo y transparente. A día de hoy soy
una afortunada. Tengo una memoria impecable para recordar momentos buenos y malos también. Pero para
esos últimos tengo una estrategia para ser muy selectiva e ir desplazándolos
poco a poco de mi cabeza y así poder acomodar a los buenos de la mejor manera. A
los recuerdos buenos les doy la mejor habitación con vistas al mar que tengo en
mi cerebro y nunca les falta energía. Los alimento bien y los cuido escuchándoles
para que no se me revolucionen y me jueguen una mala pasada. No es fácil, pero
si les mimas como es debido, te acaban queriendo de tal manera que cada vez que
recurres a ellos, no te fallan y te hacen pasar un momento placentero. Tú y tu
recuerdo durante un momento. Menuda
maravilla.
Hoy mi cabeza ha recordado algo de hace muchos años pero es
como si hubiera sucedido hace apenas unos minutos. El por qué ha venido ese
recuerdo no lo sé. O sí. Quizás se deba a la añoranza. Quizás.
Recuerdo perfectamente que cuando estaba en casa y esperaba
a mi familia para comer, las llegadas a casa de cada uno eran diferentes y yo
sabía con un solo sonido de la llave en la cerradura, quién era.
La entrada de mi abuelo era muy significativa. Siempre daba
la vuelta a la llave en el lado contrario y cuando conseguía entrar decía: “A
la próxima te gano señorita cerradura”. Nunca le ganó pero él se reía de ello.
Dejaba su abrigo con delicadeza en el recibidor y bajaba las escaleras con el
sonido de las llaves y del periódico que ya estaba abriendo en el primer
escalón. Toda la escalera se enamoraba de su olor. No utilizaba perfume pero sí
una crema que encandilaba a todos los que le rodeaban. Es lo que tiene ser
dermatólogo. Y cuando llegaba al salón su sonrisa era perfecta. No hubo día que
no apareciera con ella. Tan sólo una vez su sonrisa se ausentó. Y eso me alertó
de algo. Cuatro días después de aquella entrada a casa, lenta, confusa, sin
periódico y sin sonrisa, murió. Pero la sonrisa de toda una vida le ganó por
goleada a ese semblante melancólico que
apenas duró muy poco. Y se le echa de menos. Mucho. Pero me quedo con sus
entradas a casa que se impregnaban de toda la sabiduría de un hombre hecho y
derecho.
Cambiando de persona y no menos importante, os hablaré de la
manera de entrar a casa de mi padre. Desde pequeña sabía cuando llegaba él. Mi
padre. Es inexplicable lo que me producía su sonido de meter la llave en la
cerradura y cerrar la puerta sigilosamente. Sí. Es inexplicable. Pero lo que si
sé es que yo corría hacia las escaleras en busca de él. Bueno y en busca de los
“sugus” azules sabor a piña que me traía en un cucurucho cuando estaba enferma
(y cuando hacía ver que lo estaba). Bajaba las escaleras y siempre me decía:
“Hola Princesa”. Su voz grave se compensaba con la mía que era y sigue siendo
muy aguda. ¡Y qué manera de bajar las escaleras! Imposible tener más clase.
Cada llegada de él a casa escondía misterio. Pero del bueno. Y es que siempre
estaba impaciente porque me contara cosas. Con mi padre tenía un apartado
especial en mi cerebro para guardarme todo lo que me enseñaba. Un día me podía
hablar de los números primos con sabor a literatura como otro día me hablaba de
casos judiciales y el día menos pensado me hablaba de la magia de la física.
Así era él y lo sigue siendo. Un hombre que enseña contantemente sin que se dé
cuenta. ¡Menudo don el suyo!
Y llega el turno de mi querido hermano. Sus entradas
siempre eran rápidas. Como si la llave no consiguiera adentrarse al final de la
cerradura. No sé cómo lo hacía pero era un sonido que crujía a la mitad. Y ahí
estaba él. Desde el recibidor se le escuchaba decir : “ ¡Huuuuola!”. Sin duda
alguna era una entrada con garra y repleta de matices. Según bajaba las escaleras, yo sonreía.
Me veía y acto seguido me cogía el moflete de manera cariñosa. Os he de decir
que siente predilección por mis mofletes. Siempre decía que eran esponjosos y
moldeables. Así que ya veis. Mis mofletes eran una especie de objeto anti stress a la vez que denotaban
todo el cariño que me tenía. Me gustaba verle entrar y sentarme con él y no
parar de decirnos chorradas. Las carcajadas siempre estaban aseguradas. Hasta
el punto de llorar pero de risa. Privilegiada soy de que a día de hoy sigamos
igual, aunque ahora las carcajadas sean por conversaciones de whatsapp.
¡Benditas ellas y bendito el placer de tener a un hermano como él!.
Y por último me queda la entrada más cómica de la casa. La
de mi madre. Siempre he dicho que hubiera sido una gran actriz cómica. Bueno
yo, toda mi familia y los amigos que la rodean. Y lo mejor de todo. Hubiera
sido una gran cómica y sin darse cuenta. Para no desperdiciar ese gran talento, me permití robárselo y estudié Arte Dramático. Y oye, no se me da nada mal la
comicidad. Por lo menos en la vida. La entrada de mi
madre despertaba una risa contagiosa a la llave y no os cuento a la cerradura.
Una vez entraba dejaba un rato la puerta abierta. Suspiraba y empezaba a hablar
sola con su expresividad innata. Y siempre me llamaba con un “¡María! ¡Anda,
que cuando te cuente lo que me ha pasado!”. Y mientras articulaba esas palabras,
ya se estaba riendo y tenía tal fuerza y gracia que me contagiaba
su risa al instante. Siempre le pasaba algo. Y gracioso encima. Aún sigue siendo así. Es la
alegría de la casa. Incluso cuando tuvo una dura enfermedad. ¡Menudo espíritu
jovial tenía la tía! Una mujer de bandera (guapa a rabiar) que anima,
comprende, apoya desinteresadamente y hace reir a cualquiera. No me extraña que
todos mis amigos del colegio quisieran venir a mi casa siempre. Me decían que
mi madre sabía entender a los jóvenes y su risa era contagiosa. Así que puedo
decir que con ella no me permito caer y si lo hago, procuro hacerlo con gracia.
¡Que para algo me enseñó tanto!
Y bueno, os podría contar mi entrada a casa pero creo que lo
mejor sería que os lo contará mi familia. Tan sólo os diré que cuando entro a
mi casa, toda mi familia dice lo mismo. “¡Ya llegó la revolución!”. Y
acto seguido se ríen. Sin duda alguna sé que se nota mi presencia (para bien) y
mi ausencia a veces les pesa. Soy un nervio pero pizpireta. O eso dicen ellos.
Placenteras son las entradas a mi casa y que duras son las
salidas. Sobre todo las de no retorno.
De las cuatro entradas a casa que os he contado me quedan tres de ellas. Y espero que por mucho tiempo más.
De las cuatro entradas a casa que os he contado me quedan tres de ellas. Y espero que por mucho tiempo más.
¡Larga vida a esos tres juegos de llaves y una misma
cerradura!.
Escrito por María del Río.
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