Cada casa en la que he vivido ha marcado un antes y un después en mi vida.
Mi infancia y una rebelde adolescencia la viví en Barcelona. En una
casa donde podía ver el mar desde el salón y la montaña y el Tibidabo
desde mi habitación.
En esa casa descubrí que mi timidez iba
acompañada de tener una gran habilidad para comunicarme. Escribiendo,
bailando y también soñando. Pude sentir que la soledad me
gustaba y no me asustaba y pude oler y degustar lo que es tener una
amistad inquebrantable desde los 2 años hasta ahora con ella. Carla.
Mi adolescencia me trajo curiosidad en todos los sentidos. Mis primeras
caladas fueron en la ventana de mi habitación y la sensación posterior a
besar también. Descubrí lo maravilloso que es el sexo, revolucioné mis
emociones y empecé a intuir lo que quiere decir la palabra Amor y
cuántas variantes tiene, incluida el Desamor.
Mis 22 fueron en una
casa minúscula en el barrio de La Latina de Madrid. Fui feliz. Me
reencontré, se abrió un abanico de sensaciones y pude volver a hablar de
vivencias que no quería que se despertaran de la siesta.
El teatro me dio la vida y conocí mis carencias pero mis virtudes también.
Mi otra casa fue en la Calle Mayor.
Ahí viví 8 años con amigos que a día de hoy siguen dándome complicidad
y amistad inmedible. Esa casa siempre estaba llena de gente y vida. Le
pusimos un cartel llamado "Pensión Mayor".
En mi casa posterior hubo
turbulencias pero después de eso aprendí que yo también me merezco que
me quieran incondicionalmente. Y así fue.
Y por último, mi última casa (un balcón de los de la foto) me ha dado lo más importante.
Aceptarme tal y como soy.
Bendita aceptación.
Escrito por María del Río.
lunes, 15 de octubre de 2018
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