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Lo
que veía ya no era de su agrado. Ella quería hacer de las tempranas
mañanas el mejor desayuno tostado. Pero eso no ocurría desde hacía
tiempo. Concretamente desde que ella se fue sin avisar. Ahora ya no
había desayunos donde la complicidad abundaba por todos los costados. Él
la echaba de menos pero ella, la tostadora, también. El paisaje que
tenía ahora ya no era el de una mujer risueña y guapa a rabiar sino el
de una mandarina que nadie querría comer.
Escrito por María del Río.